Lo que promete ser el final de Bogotá, el confín sur de la ciudad, es una mezcla de montañas tapizadas de pasto y roca, y otras sobre las que se alzan casas desiguales de ladrillo. Frente a este paisaje, en la parte alta de Potosí, un barrio de la localidad de Ciudad Bolívar[i], ocho niños y tres jóvenes divisan dos montañas antagónicas: la montaña del Palo del Ahorcado —cuyo nombre se desprende de un viejo eucalipto que resalta solitario en la cima—, y otra sobre la que están las viviendas humildes que dibujan el barrio Caracolí, de la misma localidad.
Esa “otra ciudad”, como la nombró el escritor Arturo Alape en el libro Ciudad Bolívar: la Hoguera de las Ilusiones, se extiende hacia el ocre de la montaña y se pliega entre fachadas pintadas de amarillo, verde y azul aguamarina, que maquillan mediocremente la desigualdad y la pobreza que allí se vive, y que se palpa en los índices de analfabetismo, trabajo informal, hacinamiento y dificultad para acceder a servicios públicos.
Es sábado 8 de junio de 2019, y el ambiente se llena con los gritos y risas sinceras de los ocho niños que miran entusiasmados el paisaje que ya conocen. De repente, una voz fuerte llama su atención, es Juan Ortega, un estudiante de Licenciatura en Matemáticas de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN). Juan tiene la mandíbula cuadrada y un piercing en la oreja izquierda. Viste una camiseta azul manga larga, con el “64” en la espalda, el nombre Juanito y el título Gestores de Paz.
Junto a él sus compañeros Luisa Tabares —morena y de risa amplia— y Nedzib Sastoque —cabello largo a la altura de los hombros y una mochila negra terciada al hombro— escriben lo que está ocurriendo. Todos pendientes de que ningún niño se caiga.
Juan les habla como un maestro, con las ganas de quien quiere enseñar; y los niños intentan seguirlo, con el deseo de aprender. Parece que llevara años haciendo esto, que el oficio lo hubiese curtido, pero solo tiene 19 años.
Todo el equipo de líderes se autodenomina mentores de Gestores de Paz, un trabajo social con niños y jóvenes del barrio Potosí, que empezó de la mano de la ONG World Vision, pero que en los últimos años se ha sostenido por la voluntad de un grupo amplio de jóvenes de la localidad.
—Matías, ¿qué sientes al mirar hacia allá? —pregunta Juan al grupo de niños, señalando el paisaje de la Bogotá del sur.
—Siento que estoy en una piscina nadando.
—¿Dylan?
—Miedo.
—¿Tú?
—Paz.
—¿Y tú?
—Tristeza.
Lo que sienten Juan, Luisa y Nedzib es un misterio, porque a ese grupo de líderes lo único que parece preocuparles son las emociones de los ocho niños que los acompañan, sumado a la convicción de que son valiosos, que todos tienen derecho a vivir bien.
A la escena se suman las miradas prevenidas de gente extraña que pasa por el lugar, la música de cantina y la ‘guaracha’ que inunda el ambiente, y el frío irascible de aquella montaña de Ciudad Bolívar.
Ser joven en las localidades de Usme, Bosa o Ciudad Bolívar, la Bogotá del sur, significa luchar por sobrevivir. Antes de empezar el nuevo siglo, Alape lo advertía: la juventud de "la otra ciudad" está en peligro. Y lo está porque la muerte anda de fiesta por las calles de Bogotá, como lo ha estado durante años por todo el territorio nacional.
Usme, Bosa, Kennedy y Ciudad Bolívar acumulan casi la mitad de todos los asesinatos registrados por la Dirección de Investigación Criminal e Interpol (DIJIN) en Bogotá en el 2019 (511 de 1047 asesinatos), y poco más de la mitad de todos los asesinatos de jóvenes durante el mismo año en la capital (213 de 420 jóvenes asesinados).
Desde el año 2018 recorrimos Bosa, Usme y Ciudad Bolívar, buscando entre sus jóvenes a quienes apostaran por la defensa de los Derechos Humanos. Además, nos preguntamos si esos jóvenes tenían garantías para hacerlo, y si por creer en una vida al servicio de su comunidad estaban corriendo algún riesgo.
Ser líder o lideresa social juvenil en la periferia es, además de sobrevivir, una apuesta por construir una ciudad posible para las personas y el territorio de la Bogotá de las márgenes. Alejandro León fue el primer líder que entrevistamos en septiembre de 2018. Hoy tiene 24 años y está a punto de graduarse de la Licenciatura en Ciencias Sociales en la Universidad Pedagógica Nacional. Con su boina gris, su chaqueta bomber y una pequeña expansión en la oreja izquierda habla de su “propuesta de cambio”; el ideal que lo hace trabajar para que los niños del barrio Manzanares, en la localidad de Bosa, contigua a Ciudad Bolívar, a través del fútbol no se sientan solos. “Es un espacio de esparcimiento diferente para los niños y jóvenes. Es como un agente de cambio. Ven la escuela —el liderazgo social— como algo diferente que llega a un barrio donde no había llegado nada”, explica.
Jhon Fredy Moreno tiene 25 años, los ojos del tamaño de pistachos y una barba que le oscurece la quijada. Sus orejas tienen dos expansiones del tamaño de arándanos. Lleva una ruana café que le queda a la medida. Mientras le da la espalda a las montañas llenas de casas que se ven desde su azotea, en el barrio Monteblanco de la localidad de Usme, dice que no a todos les gusta que se trabaje por el bienestar de las comunidades en barrios que lo necesitan, razón por la que El Escenario, su casa cultural, ha pasado por situaciones de riesgo.
“Hemos tenido dificultades. En el segundo año —2016— nos rompieron los vidrios, rayaron la casa porque había unos estudiantes que estaban dejando de hacer algunos trabajos o algunos... mandados —microtráfico— por venir acá”, recuerda Jhon.
Darling Molina hace parte de Gestores de Paz, y desde la montaña en Potosí es consciente de lo incómodo que puede ser su liderazgo. A pesar de eso, junto a los otros jóvenes líderes sociales de Gestores de Paz, no se cansa de reclamar lo que considera que su comunidad merece. Ella tiene fuerza y elocuencia en la palabra. Bajo la apariencia de una conversación sencilla hay un discurso sólido, consolidado desde la experiencia de habitar activamente el sur de la capital de Colombia. Lo que ha construido con su comunidad la llevó a estudiar Trabajo Social. Tiene 22 años, los ojos oscuros, lleva el pelo al rape en el lado derecho y usa un aro en la nariz.
“Que se garantice la vida de los jóvenes arriba —Potosí—, no solo arriba sino en la localidad —Ciudad Bolívar—. Que haya acceso a oportunidades, que haya garantía de servicios mínimos, que no haga que los pelaos' tengan que rebuscársela como sea y que no haga que los pelaos' lo único que piensen en su vida sea levantar lukas (dinero) como sea, porque eso es ‘lo que no hay’ y ‘es lo que necesitamos’. Que justamente puedan contemplar hacer parte de cualquier otro tipo de escenarios, que puedan estar en la localidad, que sean transformadores, que ayuden a construir una ciudad distinta”, dice Darling.
En consecuencia, todos los fines de semana ella y los otros mentores de Gestores de Paz trabajan en el barrio Potosí; o por lo menos lo era antes de instalarse la pandemia por la COVID-19 en la ciudad. Con los aislamientos, las problemáticas de sus comunidades se han agudizado y los liderazgos se han visto condicionados y obligados a reinventarse.
Arturo Alape invita a redescubrir, entre la cotidianidad, la violencia y la resistencia, la “otra ciudad”. Y definitivamente desde los liderazgos sociales de los jóvenes de la periferia esos conceptos cuentan otra Bogotá.
Tras la firma del acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en noviembre de 2016, el asesinato de líderes sociales en Colombia se incrementó y, en consecuencia, el asunto tomó relevancia en la agenda de las organizaciones sociales impactando también la agenda pública.
La presidenta de la Unión Patriótica (UP) y senadora por el partido Decentes, Aída Avella, no duda en afirmar que el asesinato de los líderes sociales a nivel nacional responde a un plan sistemático, así como ocurrió con el genocidio de la UP, un partido formado a finales de la década del ochenta por guerrilleros desmovilizados de distintas organizaciones.
Sin embargo, los estudios que buscan explicar lo que ocurre con la persecución a los liderazgos, los trabajos periodísticos que analizan y narran los asesinatos de líderes, y las organizaciones que intentan llevar los datos y visibilizar la problemática se han fijado en las zonas rurales —en donde los estragos del conflicto armado y las consecuencias de un mediocre cumplimiento del Acuerdo de Paz han hecho necesario denunciar la perpetuación de la violencia contra quienes defienden los derechos humanos—, dejando desprovistos los procesos de liderazgo que se llevan a cabo en las ciudades.
Una de las organizaciones que más ha visibilizado la problemática de los líderes sociales en Colombia es Somos Defensores, que busca “desarrollar una propuesta integral para prevenir agresiones y proteger la vida de las personas que corren riesgos por su labor como defensores de derechos humanos, cuando resguardan los intereses de grupos sociales y comunidades afectadas por la violencia en Colombia”, tal como se lee en su página web.
Sirley Muñoz, coordinadora de comunicaciones y del sistema de información de la organización, explica que la capital tiene sus propias dinámicas. Sentada en el piso 13 de una oficina en el centro de Bogotá, desde la que se observa el sur de la ciudad, reconoce que de los líderes sociales de la capital se sabe poco. “Los sistemas de información que hacemos seguimiento a la violencia contra defensores y líderes tenemos un hueco muy grande en el seguimiento a agresiones de líderes y defensores en la capital, porque hemos percibido a Bogotá como una ciudad receptora —de líderes desplazados de territorios del país en conflicto—. Creo que de ser tanto el centro se nos borra del panorama”, señala.
Es enfática al afirmar que por la diversidad de movimientos y organizaciones sociales que la capital posee, se debería centrar más la atención en las dinámicas y riesgos propios de la ciudad.
De modo que desconocer las dinámicas del liderazgo social en Bogotá es ni siquiera tener a las juventudes en el panorama. Incluso, los sistemas de información de las instituciones públicas carecen de datos sobre los liderazgos juveniles.
Desconocer los liderazgos juveniles que se solidifican en el borde sur de Bogotá, da pistas sobre la indiferencia estatal frente a una parte de la capital que soporta profundos y sistemáticos conflictos socioeconómicos.
Bogotá es una ciudad vertical. Desde su geografía, a lo largo de la Cordillera Oriental, la capital se muestra como una línea en la que de norte a sur crece progresivamente la desigualdad, hasta culminar en la marginalidad de los bordes en donde sus pobladores no gozan de la calidad de vida del otro extremo de la urbe. Mientras en la calle 57 A sur # 30 hay calles destapadas y láminas de zinc usadas como puertas de casas, en la calle 57 A # 30, sobre la Avenida NQS, que conecta el sur con el norte, está el Movistar Arena, un centro de espectáculos cuya construcción requirió una inversión de $70.000 millones de pesos (US$25.8 millones).
Según la Encuesta Multipropósito 2017 realizada por la Secretaría Distrital de Planeación de la Alcaldía Mayor de Bogotá, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) y la Gobernación de Cundinamarca, “la mayoría de la pobreza multidimensional se acumula en el sur de la ciudad”.
Estos datos los confirman las cartografías de estratificación socioeconómica por localidad de la Secretaría de Planeación de Bogotá, usadas para el cobro de los servicios públicos con tarifas diferenciales, y para asignar subsidios y contribuciones a los hogares. En ellas se aprecia que Ciudad Bolívar, Usme y Bosa son parte de las localidades del sur con mayor presencia de estratos 1 y 2.
A los índices de pobreza de estas localidades de Bogotá, se suma el impacto de un conflicto armado de más de 50 años. Desde múltiples partes del país, víctimas de la guerra han buscado engañar a la muerte escondiéndose e intentando rehacer sus vidas en los barrios periféricos del sur.
Según el Informe 9 de abril 2020 del Observatorio Distrital de Víctimas del Conflicto Armado, de 340.376 víctimas reconocidas ante el Registro Único de Víctimas (RUV) que viven en Bogotá, 236.502 tienen caracterizada su localidad de residencia en Bogotá (SIVIC).
Las cinco localidades que más concentran víctimas del conflicto armado y que residen en Bogotá son: Ciudad Bolívar con 38.859 víctimas, Bosa con 35.441 víctimas, Kennedy con 30.252 víctimas, Suba con 21.806 víctimas y Usme con 16.246 víctimas.
A pesar de las condiciones sociales, en Ciudad Bolívar, Usme y Bosa surgen líderes juveniles que luchan por la vida digna de sus comunidades. Sin embargo, las garantías para ellos son cuestionables.
Según Francisco Pulido, director de Derechos Humanos (2017-2019) y subsecretario de Gobernabilidad y Garantía de Derechos (2017-2020) de la Secretaría de Gobierno de Bogotá, el mayor número de amenazas e índices de situaciones de riesgo y vulnerabilidad reportadas por los líderes sociales se encuentran en “Ciudad Bolívar, Bosa, Usme, Rafael Uribe Uribe”.
La Fiscalía General de la Nación reconoce, a través de la respuesta a un derecho de petición, la existencia de un subregistro de datos sobre homicidios y lesiones contra líderes sociales en Bogotá. Indica que: “es importante tener en cuenta que (los datos que entregan) presentan cierto nivel de subregistro respecto de variables relacionadas con la caracterización de los perfiles de víctimas e indiciados. Esto debido a vacíos o poca precisión de este tipo de información al momento de recibir las denuncias o a lo largo del avance del proceso penal”.
En los casos que reporta la Fiscalía es imposible saber quiénes son jóvenes, debido a que el ente investigador protege este tipo de datos. No obstante, los consolidados dejan entre ver algunas dinámicas de la violencia contra líderes sociales en la capital.
De otro lado, de las cinco notas de seguimiento y cinco alertas tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo, en las que se advierte sobre situaciones de riesgo en Bogotá, ocho manifiestan el riesgo de defensores de derechos humanos, líderes sociales y niños, niñas, adolescentes y jóvenes. En esos documentos se advierte de la vulnerabilidad para la defensa de los derechos humanos, la presencia de presuntos Grupos Armados Organizados (GAO) y el posible reclutamiento de niños, niñas y jóvenes por parte de bandas delincuenciales o de microtráfico.
En cinco de los documentos señalados se menciona específicamente a las localidades de Ciudad Bolívar, Bosa, San Cristóbal, Usme y Rafael Uribe Uribe. Sin embargo, en ninguna de estas valoraciones se habla del peligro que pueden estar corriendo los jóvenes que llevan liderazgos sociales.
El Sistema de Información institucional VisionWeb de la Defensoría del Pueblo registra, desde el 2009 hasta el 18 de febrero de 2020, 135 violaciones a los derechos a la vida e integridad, por las conductas violatorias de amenaza y tratos crueles, inhumanos y degradantes, cuyos afectados hacen parte del grupo líderes sociales.
Hasta el año 2017 el registro de amenazas de muerte es bajo. Sin embargo, el número se eleva en 2018, al registrar un total de 46 denuncias, y en 2019 al pasar a 67. Sin embargo, los datos compartidos por la institución no incluyen edad, pues según Andrea Soler, integrante de la Dirección Nacional de Atención y Trámites de Quejas de la Defensoría del Pueblo, el sistema de información no posibilita esa desagregación.
En el mismo rango de tiempo, el sistema de Alertas Tempranas registra dos asesinatos de líderes sociales en Bogotá, uno en la localidad de Kennedy (2016) y el otro en Usme (2017). Ninguno pertenece al grupo etario joven.
Al revisar los informes anuales de Somos Defensores, desde 2010 a 2019, se encontraron 23 líderes sociales asesinados que desempeñaban su labor en la capital. De los 15 que fue posible encontrar su edad, tres eran jóvenes: Alex Alejandro Benavídez Ayala (2012), Oscar Eduardo Sandino (2013) y Carlos Enrique Ruíz Escárraga (2014).
Alejandro Acosta, doctor en educación y director general de la Fundación Centro Internacional de Educación y Desarrollo Humano (CINDE), un centro de investigación de alternativas innovadoras de desarrollo humano y vida digna para la primera infancia, la infancia, la adolescencia y la juventud, asegura que los jóvenes son estigmatizados como sujetos peligrosos para la sociedad, por lo que frecuentemente son limitados y excluidos, arrebatándoles la posibilidad de ejercer su derecho a la ciudadanía de manera plena. Por lo tanto, ser joven en Colombia es enfrentarse a un orden establecido que desprecia su música, su ropa y sus formas de relacionarse en las esquinas de los barrios.
La oportunidad de imaginar una ciudad desde las juventudes ha sido cooptada, de manera recurrente, por una perspectiva adultocéntrica de un mundo que cambia sin dar tregua y al que el Estado colombiano no alcanza a responder para garantizar la vida digna de todos sus ciudadanos, produciendo niveles de desigualdad y formas de exclusión elevadas. De esta situación los jóvenes son conscientes.
“En el caso del sur, en Bogotá, está mostrando que hay experiencias muy lindas de muy distinto tipo. Digo lindas tanto en el sentido estético, digamos fenómenos como todo el movimiento de graffitis, todo el movimiento de música, de distintas expresiones y en diferentes expresiones artísticas, que vienen a construir un mundo distinto para los jóvenes que permiten resistir y reexistir en estas condiciones de maneras muy positivas. También se combinan con movimientos que buscan superar desigualdades sociales, formas de exclusión u otro tipo de relaciones como la protección del medio ambiente”, asegura Acosta.
La senadora Aída Avella cree en la vehemencia de la juventud colombiana. Asegura que los jóvenes están reaccionando al mal gobierno, y que las protestas sociales que se vivieron en 2019 en la capital, son un reflejo del activismo de los jóvenes y de la intolerante posición ante una “élite mafiosa, ladrona y parásita”.
El director del CINDE reconoce que uno de los problemas en cuanto a información disponible sobre la incidencia juvenil en procesos sociales es el poco estudio sobre la niñez y juventud en toda Latinoamérica. “Yo creo que en el país necesitamos urgentemente darle prioridad a la construcción de una base de información seria, rigurosa, sistemática sobre juventud, y necesitamos fortalecer la investigación. (...) Tenemos que hacer un diálogo creativo entre el sistema de ciencia y tecnología, el sistema educativo y la construcción y operación de las políticas sociales y la relación de los movimientos que se están dando a nivel de la base social”. Esta podría ser la manera de identificar la incidencia de los jóvenes en los liderazgos sociales en el país.
En Bogotá, según el Sistema de Información de Organizaciones Sociales del Instituto Distrital de la Participación y la Acción Comunal (IDPAC), de las 2.432 organizaciones sociales caracterizadas hasta febrero de 2020, existen 739 procesos de juventud con 15.392 integrantes jóvenes, es decir, personas que se encuentran entre los 14 y 28 años, tal y como lo dicta el Estatuto de Ciudadanía Juvenil. Además, la localidad de Ciudad Bolívar ocupa el primer lugar con 2.595 jóvenes integrantes de organizaciones sociales.
Alejandro León es uno de los jóvenes que no figura en las bases del IDPAC. Creció en la periferia de la localidad de San Cristóbal. “Yo crecí viendo cómo asesinaron a uno de mis mejores amigos, siendo muy niño, por una bala perdida. Ahí me empecé a preguntar por qué, por qué sucede esto en las periferias”. El ejemplo de su padre, también líder social cuando era joven, sumado a los espacios académicos, aportaron a que a temprana edad se preocupara por la movilización social y el bienestar comunal.
“Ingresé a un colectivo de skinheads, se llamaba el Frente Antifascista de Suba. Ahí realizábamos diferentes actividades como murales, como ‘aguapaneladas’. Veníamos al centro a repartir ropa y alimento a las personas sin hogar”. Con una formación política de izquierda, encontró en el fútbol un ejercicio de comunión que le permitió empezar a trabajar con niños en la periferia de la ciudad. La clave estaba en enseñar a través del deporte una posibilidad de vida diferente.
“El fútbol lo utilizamos para construirnos como personas y para construir la identidad de un barrio. Y ahí nace primero Tigres del Sur y luego Lenin Killers”, dos escuelas de fútbol popular que Alejandro fundó, la primera en el barrio Divino Niño de la localidad de Ciudad Bolívar; la segunda en el barrio Manzanares, de la localidad de Bosa, también ubicado en el sur de la ciudad. En enero de 2020 Lenin Killers cambio de nombre a Semillas de Resistencia.
Alejandro no se considera un líder social. No en el sentido estricto de la palabra. Parece ser algo frecuente en los liderazgos sociales de los jóvenes de la capital: no se arrojan plenamente a su título de liderazgo, aunque indiscutiblemente lo sean. Siempre pendientes de sus comunidades, siempre combativos, siempre en la lucha desde el borde sur de Bogotá para hacerlo un lugar posible.
Como Alejandro, María Fernanda Ríos y Gabriela Romero trabajan con la comunidad de la localidad de Bosa, a través del teatro comunitario en la casa cultural Casa Raíz; enseñan teatro a niños a través de un semillero de su grupo Teatro del Sur.
También Ánderson y Jhon Freddy trabajan con la comunidad en casas de arte en Usme. Así mismo, el grupo de Gestores de Paz conformado por: Nedzib, Lisa, Yhoyner, Darling, Nicoll, Valentina, Juan Carlos, Luisa, Cristian, Sindy y Suri, le apuestan al cambio desde las expresiones estéticas. Todos jóvenes. Todos trabajando en los lugares en los que el Estado tiene una deuda histórica. Todos desprotegidos y en peligro. No obstante, con el deseo de un cambio para su generación.
Desde 1998 la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a través de la Declaración de los defensores de los derechos humanos, sentó las bases para el reconocimiento de la figura del defensor de derechos humanos como aquel o aquella que emprende la defensa de estos. Además, exigió a los Estados garantizar la ejecución de esos procesos y la protección de las vidas de todos los que trabajan en ello.
En Colombia, la figura de líder social es un concepto ligado a los territorios rurales o municipios distintos a las capitales departamentales. Leonardo González, coordinador de conflicto y derechos humanos de INDEPAZ, asegura que “líder social puede ser una persona de base, siempre y cuando defienda los derechos humanos y sea reconocido por su comunidad como una persona importante para el logro de sus objetivos”.
Sirley Muñoz, de Somos Defensores, es enfática en que desde la institución se tiene en cuenta la persistencia de la defensa de los derechos humanos para concebir a una persona como líder social. En consecuencia, afirma: “el líder social tiene un proceso muy fuerte. Defensor de derechos humanos puede ser cualquier persona que cualquier día se levanta y quiere hacer la defensa de un derecho, que vea que hay una injusticia y comience a promover una causa. En cambio, cuando uno ve a los líderes en el territorio los liderazgos son muy arraigados, es gente que toda la vida ha trabajado por la comunidad, es gente que ha estado en la junta de acción comunal muchos años. Entonces, hay unas pequeñas diferencias, pero todos los líderes sociales son defensores de derechos humanos”.
La Secretaría de Gobierno de Bogotá, explica el exfuncionario Francisco Pulido, se alinea con la caracterización de liderazgos del programa de protección del Ministerio del Interior, dentro del cual se reconoce al “líder juvenil y de la infancia”. Los programas diseñados desde la institución para la protección de los líderes sociales se extienden a todo defensor de derechos humanos, al considerar la dimensión del liderazgo social como una categoría sumamente amplia, que al final recoge a un grupo de personas que promueven el acceso a derechos de una determinada comunidad.
“Nosotros, como entidad territorial, somos la administración distrital, tenemos una competencia limitada a los confines territoriales del distrito en las 20 localidades. Nosotros por supuesto conocemos la realidad nacional, se ha hablado en reportes desde el año 2017 de más de 300 líderes sociales asesinados. No es una información oficial de la Fiscalía General de la Nación, pero conocemos la situación y su gravedad. Por eso, nosotros construimos una ruta de protección a líderes sociales en el distrito”, contó Pulido.
El entonces subsecretario para la Gobernabilidad y Garantía de Derechos de la Secretaría de Gobierno fue enfático en que hasta el 8 de mayo de 2019, el día de la entrevista, no había muerto ningún líder que hubiese accedido a la Ruta Distrital de Protección para Defensores y Defensoras de Derechos Humanos, pero reconoció que era importante seguir trabajando en las vías de divulgación de la ruta, para que más líderes la conocieran.
En cuanto a la incidencia de jóvenes en procesos de liderazgos social, Pulido aseguró que los mecanismos de participación existen. “Tenemos una política distrital de juventud con escenarios de participación importante. Pero además nosotros buscamos que los líderes juveniles no solo estén participando en la política de juventud, sino que estén participando en todas las instancias de decisión que les afecte. Por ejemplo, tenemos un sistema distrital de derechos humanos, y garantizamos que con representantes las plataformas de jóvenes tengan asiento allí y participen con derecho a voz y voto”.
La política de la que habla Pulido no garantiza los liderazgos de los jóvenes ni el interés de ellos por participar en las instancias oficiales. Esto último obedece, en muchos casos, al fuerte sentimiento de desarticulación que muchos líderes sociales sienten con las políticas de gobierno y la misma figura institucional.
Es domingo 7 de julio de 2019. La comunidad del barrio Potosí disfruta de la vida entre partidos de fútbol, un sancocho comunitario y un bingo. Los niños salen de todas partes, a donde quiera que se fije la mirada hay niños que corren, ríen y golpean juguetones distintos objetos. Los colores y los sonidos vibran en cada superficie. El viento helado abraza a todo y a todos en el lugar —aunque los habitantes del borde de la ciudad tengan el superpoder de mostrarse indiferentes ante el frío—. La cotidianidad desde las canchas de microfútbol al final de la colina resplandece: se trata del cumpleaños de la escuela de fútbol de Gestores de Paz.
La comunidad, más allá del sancocho y el fútbol, celebra el liderazgo social de ese grupo de jóvenes, que año tras año, sin buscar reconocimiento, trabajan por hacer una ciudad posible para los habitantes de la Bogotá de las márgenes.
Los jóvenes líderes sociales hacen parte del jolgorio sin tomar mucho protagonismo. Darling baila salsa, Juanito se toma una cerveza, y los otros líderes juegan con los niños. Todo lo que allí ocurre es el reflejo de construir comunidad.
Así los jóvenes líderes sociales resisten desde la frontera sur de la ciudad, aunque las garantías para el liderazgo social dentro de un contexto de violencia se queden, en muchos casos, en el imaginario.
[i] Bogotá, la capital de Colombia, está dividida en 20 localidades. Cada una agrupa un número distinto de barrios.
Primer entrega, el 7 de julio de 2020 y, segunda entrega, 13 de agosto de 2020, © Todos los derechos reservados